Pepa, la española que ha estado 19 meses presa en Argentina por un crimen que no cometió: «Muchas veces pensaba en matarme»
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HISTORIAS Pepa, la española que ha estado 19 meses presa en Argentina por un crimen que no cometió: «Muchas veces pensaba en matarme»
La sevillana fue acusada junto a su pareja de descuartizar a una maestra jubilada de 72 años para quedarse con su casa. Su cuerpo fue encontrado en siete bolsas arrojadas en un río. Ella siempre se declaró inocente. Al final, el hombre reconoció ser el único autor.

PREMIUM
- PEDRO SIMÓNMadrid
Actualizado Lunes, 19 septiembre 2022 – 22:48
Ella no descuartizó a su amiga con una sierra radial.
Ella no trasladó sus restos desde su casa en un carrito de verduras.
Ella no fue la que distribuyó su cuerpo en las siete bolsas de nailon que fueron halladas por unos pescadores en el arroyo Saladillo.
Ella no fue cómplice de nadie. Ni sabía nada. Ni había planeado quedarse con el piso de la vieja, como aventuró el fiscal.
Todo eso se sabría después.
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Todo eso se sabría cuando la sevillana ya llevaba 19 meses encerrada, cuando ya había comido entre rejas «pan con bichos» o «fruta podrida» en una cárcel de Rosario (Argentina), cuenta, cuando ya había pensado en matarse presa de la ansiedad, y de la «incomprensión», y sobre todo de la «injusticia». Como en una mala película de sobremesa en la que meten a una inocente en prisión que repite yo no lo hice, yo no lo hice, yo no lo hice, y nadie escucha.
Con el paso de los días, después de todo lo vivido, aquella mujer acabó convirtiéndose en un fantasma.
Cuando la española Pepa Richarte fue trasladada desde la cárcel de mujeres a un convento para seguir cumpliendo condena por aquel crimen que no había cometido, una de las monjas adoratrices que la recibió bien pudo haberse santiguado: estaba desnutrida y deshidratada y solo pesaba 38 kilos.
En los medios de comunicación argentinos (donde el crimen abrió telediarios y concitó el foco de la prensa escrita), la historia oficial que se contó fue la del bestial asesinato de una docente jubilada de 72 años, María Isabel Ruglio, divorciada y depresiva, a manos de una pareja de inquilinos (el nativo Marcelo y la gallega Pepa), quienes se ganaron su confianza, la mataron, trocearon e hicieron desaparecer su cuerpo en un río con la intención de quedarse con aquella casa de Uriburu, 522.
Pero Marcelo habló desde la cárcel. Un día de finales de junio pidió hablar con el juez y confesó lo que Pepa decía desde el principio: que él fue el único autor.
La mujer sevillana de 59 años que sumaba casi 600 días sin libertad; la que en la cárcel había desarrollado una disfunción renal, asma, anemia e hipertensión; la que había dejado de comer por asco y ansiedad; esa mujer, decíamos, la ex reclusa Pepa Richarte Carrasco, quedó libre el 28 de julio y hoy arrastra dos marcas.
«Todavía siento la pulsera de vigilancia en el tobillo a pesar que me la quitaron en agosto».
«Todavía me paro delante de las puertas, como en la prisión de Rosario, esperando a que otros me las abran«.
UNA FAMILIA MUY POBRE
Entonces era al revés: las abría todas ella.
Las puertas. Las de las ventanas. Las de los armarios. Las de la alacena. Para alcanzar los platos y poner la mesa, la niña alegre trepaba a una silla y luego se ponía a faenar.
Porque si hay algo que caracterizaba a Pepa en aquellos tiempos era su precocidad. La mayor de nueve hermanos era hija de vendedores ambulantes. Ella se ocupaba de cambiar los pañales de los más pequeños, de darles de comer, de ayudar a su madre con los trabajos del hogar. «Mi familia era muy pobre y éramos muchos. Yo me acuerdo de ir con un biberón en cada mano haciendo de madre también… Hasta que mi padre tuvo un accidente de tráfico, entró en coma y pasamos todavía más necesidad».
A los 12 años dejó de ir a la escuela y se puso a limpiar casas. A los 17 contrajo matrimonio «por error», dice. A los 27 fue madre de su único hijo. En el friso de los 40, se divorció. Un mal día conoció a un tal Marcelo Fernández, un argentino con el que se casó en Sevilla en 2014. «De novios era puro amor», describe, y serán las únicas cinco palabras amables que tendrá para aquel hombre. La misma jornada de la boda, le dijo a la hermana de Pepa: «Ahora mando yo».
Y tenía razón. Quedaba menos para el crimen.
«Así empezó el calvario. De repente, se convirtió en otro. Dejó de trabajar y la única que lo hacía era yo. Teníamos peleas continuas. No nos pegaba, pero sí nos insultaba. Al que sí pegó un día fue a mi hijo y al padre de mi hijo. Fue denunciado. Conseguimos que se fuera de la casa y tuvo una orden de alejamiento. Terminó en la cárcel y fue repatriado a Argentina».
Hablamos con Pepa vía telefónica gracias a la Fundación +34 (centrada en la ayuda a internos españoles en el extranjero), que conoció la historia de la inocente presa y está haciendo todo lo posible por devolverla a Sevilla. Pepa, que sigue alojada con las adoratrices a pesar de ser una mujer libre porque tiene pendiente sustanciar su divorcio con el asesino. Hablamos con Pepa y en la voz se le notan el asma y la tos y el exorcismo y la caverna del desánimo.
«Él me llamaba desde Rosario, en su país, diciendo que había cambiado, que todo iba a ser distinto si iba, que me quería y a mi hijo también… Y en contra de lo que me aconsejó mi familia, regresé con él en 2017″.
Aquella decisión lo cambiaría todo. La vida de Marcelo. La de Pepa. La de María Isabel.
EL CRIMEN
«Marcelo me engañó. Nada de lo que me había dicho era verdad. Todo era caótico allí: su aspecto, la casa, su forma de vida… Pero no me vi con fuerzas para reconocer mi error y volver a Sevilla… Él no hacía nada. Así que, durante el día, yo trabajaba en una tienda y por la noche, cuando podía, cuidaba algún enfermo».
Entonces Pepa conoce a Marisa (María Isabel), una septuagenaria jubilada que vive sola y que es amiga de la dueña del colmadito. Poco a poco, se hacen amigas, intiman, comen juntas, se cuentan sus vidas. Un día sí y otro también. En el fondo, las dos se sienten muy solas. Las dos extrañan a los hijos.
«Le daba miedo estar sola y la parte de atrás de su casa se la tenía alquilada a un remisero [taxista] que quería echar. Me propuso que me quedara yo, así me ahorraría el transporte de cada día hasta la tienda, que estaba frente a su casa. También se vino Marcelo conmigo. Cada vez éramos más amigas, comíamos, nos desahogábamos la una con la otra. Para que no trabajara tanto, me dejó montar una frutería en su garaje, me dio todo lo que necesité… Pera ella y Marcelo chocaban mucho. Ella le recriminaba que no hiciera nada, le machacaba con eso, se enganchaban, un día, y otro, y otro. Los dos eran muy bravos. Ella le decía ‘¿no te da vergüenza?’, y él terminaba encarándose».
Pepa no sabe qué ocurrió aquella última noche entre el 6 de febrero y el 7 de febrero de 2020 porque estuvo pernoctando fuera cuidando de un enfermo.
Pepa solo sabe lo que tiene delante, lo que ve, lo que toca, lo que huele.
Sabe que regresa sin dormir a las diez de la mañana y que se encuentra con la frutería semicerrada; que Marcelo está chorreando sangre por un dedo y que al ser preguntado contesta que se ha cortado afilando un cuchillo; que hay manchas rojas en el suelo y en más partes, que al entrar al patio siente un profundo olor a sangre y que piensa que es a causa de las vendas que ha debido de utilizar para limpiarse; que aquel olor tan profundo le recuerda a otro olor: «¿Ves cuando llegas a una gasolinera y siente la peste a gasolina? Pues así me pasó con la sangre en el patio»; sabe que se acuesta de dos a cinco de la tarde para descansar un rato antes de volver a pernoctar fuera y, al ir a ducharse, ve la cortina del baño rota y el desagüe fuera de sitio; que llega el sábado a la misma hora y que Marisa sigue sin aparecer.
«En los días siguientes denuncié su desaparición como ocho veces, pero no me tomaban declaración al no ser un familiar directo… Al final entramos en su casa por indicación de las autoridades. Entramos y te juro por Dios que yo me quería morir. Estaba todo lo de ella, la maleta, los zapatos, la medicación… Estaba todo… ¡Esa mujer no se había ido!».
El cadáver de María Isabel Ruglio fue hallado troceado y metido en bolsas que fueron arrojadas al río Saladillo. Los protagonistas del hallazgo fueron dos pescadores, que dieron con los restos de la mujer el 11 de febrero, cuatro días después de aquella madrugada en que Marcelo se quedó a solas con Marisa.
Después de una inspección y de unas pruebas con luminol [sustancia que detecta la sangre lavada], la Policía encontró restos de plasma de la asesinada en la piscina del patio y en algunos objetos. En el juicio, la persona que podía testificar que Pepa no estuvo aquella madrugada del crimen no se presentó.
«Si esa noche yo hubiese estado en la casa, habría muerto también. Porque no habría permitido que le hiciera daño a Marisa».
Marcelo era detenido y encarcelado el 4 de marzo imputado por el crimen. Pepa también.
LA CONDENA
Novecientos días encerrada por un crimen que no cometes son 21.600 horas con sus 60 minutos cada una. De qué llenaría el vacío la andaluza Pepa. Qué iría metiendo en esa insondable sima del tiempo en que se convierte una condena.
«Muchas veces pensaba en matarme«, zanja.
Primero había sido la muerte de su amiga Marisa. Luego fue la muerte figurada de Marcelo: dejar de verlo fuera un alivio. Y después de la suya, sí. A veces pensaba en las tres muertes.
«Él no podía tocarme ni hablarme y por lo tanto no podía hacerme nada. La cancela [la reja] puso una distancia entre él y yo y eso me dio seguridad. No me podía ver y eso me hacía sentir mejor. Pero yo me culpaba de todo por haber tomado la decisión de haber ido a vivir allí, siempre me culpé. La psicóloga que me sigue tratando me insiste en que yo no soy responsable de los actos de los demás».
El caso es que llegó un momento en que fue como si ya estuviera muerta, dice. Sola. A 9.000 kilómetros de casa. Acusada de un horrible asesinato. Extranjera en un espacio donde ser extranjera conlleva una pena supletoria.
Liliana Colabini es la letrada de Pepa. Nos lleva al instante definitivo: «Hubo juicio, la Fiscalía pidió cadena perpetua para ambos, y justo antes de que saliera la sentencia, el asesino pidió hablar ante el juez después de año y medio callado y lo reconoció todo. Yo, como abogada, le decía a Pepa: ‘Decíme la verdad, va, Pepa, porque si no es así, no te voy a poder defender bien’. Y ella negaba y negaba que lo hubiera hecho. Y yo la creí… En la cárcel lo pasó mal, estaba demacrada, creo que nunca se adaptó, y que lo sigue pasando mal».
Así es. Pepa se explica otra vez: «Me han robado, he pasado hambre, sed, frío, calor, he pasado de todo en la cárcel. [Hace una pausa larga, es como si la comunicación se hubiera cortado]. ¿Tú sabes lo que es ver cómo le revientan la cara a una chica contras unas rejas? ¿Tú sabes lo que es ver tirar a otra por unas escaleras abajo? Yo me metía debajo de la cama de miedo».
Y ahora qué. El problema no es tanto el billete de vuelta desde Argentina a España que se ha comprometido a pagar la Junta de Andalucía, sino terminar de tramitar el divorcio: no quiere irse de aquel país sin haberlo arreglado. Cuando contactó con el Consulado, recuerda que por toda respuesta le dijeron que pidiera ayuda a sus familiares.
«Tengo mucha ansiedad porque quiero irme pronto, estoy contenta por estar libre pero muy triste con lo ocurrido. Quiero volver y empezar de nuevo, si es que se puede empezar a los 59 años«.
Qué tramposos son los sentidos después un trauma.
Pepa siente el tacto de una pulsera de control telemático que ya no lleva puesta.
Pepa a veces se para delante de una puerta que ya no le cierra el paso.
Pepa ya no es capaz de dormir con la ventana cerrada aunque en la calle haga frío.
Pepa le da todas las noches un beso al hijo que todavía no tiene delante
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